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Hay un antes y después de Lou Reed y para recordarlo invitamos a diferentes personajes de la industria musical para que escribieran sobre Lou, su legado y cómo marcó sus vidas. A lo largo de la semana nos despediremos del gran Lou Reed como se debe, celebrando la carrera de un ícono.

Seguimos la serie con un texto de Baxter, realizador de mass media en México que ha trabajado en medios como Chilango, El Universal, Marvin y más. También fue locutor en Ibero 90.9 y actualmente es director creativo de Coca-Cola.FM y director de Brutal Content.

Hay fenómenos que, debido a su magnitud, se vuelven eternos. Su nombre deja de ser un apelativo, y se convierte en significado. Así, las criaturas mitológicas, los desastres naturales, los astros y (también) los humanos célebres, le otorgan sentido a nuestro caminar por la historia. Esta es la forma en la que dimensionamos al mundo y tratamos de explicar nuestra existencia. Nos convencemos, gracias a estos artificios, de que el mundo que nos rodea es tangible: compartimos, nos entendemos a partir de lo magnífico.

¿Cómo podemos discriminar entre lo verdaderamente trascendental y lo efímero? En esta realidad, cualquiera puede adquirir el mote de “genio”. Pululan los “gurúes” de todos los tópicos (habidos y por haber) y están accesibles 24/7, en YouTube, asesorías virtuales, conferencias: el mercado de los falsos ídolos está a la altura del sistema que lo creó.

En la música, lo anterior se acentúa.

Son incontables los que mediante sus palabras, canciones y emociones, le otorgan significado a nuestras vidas. La cultura pop —y en específico el rock and roll— ha adquirido rasgos de religión. Así, las habitaciones de los adolescentes en el mundo occidental, se llenan de afiches con los rostros de los fenómenos musicales. Camisetas, bolsas, loncheras, juguetes, discos, cajas de colección… Desde Kurt Cobain hasta Justin Bieber (no importa el nombre, el fenómeno es el mismo), en cada cabeza hay un ídolo distinto, cuya obra ayuda en el difícil camino del auto-conocimiento. La socialización se lubrica cuando hay canciones de por medio, un mensaje masivo transmitido por distintos formatos (virtuales, físicos y experienciales) que tiene la capacidad de unir a las personas más disímiles, porque retrata la realidad colectiva. La música transmite sentimientos, recrea situaciones, narra universos. En sus creadores se encuentra esa virtud, en su público se experimenta la empatía.

¿Cuál es la frontera entre los ídolos legendarios y los pasajeros?

¿Cómo se diferencia un producto pop de un artista?

Uno de los músicos que nos ayudan a entender lo anterior, es precisamente, Lou Reed. Su nombre es un bastión de la cultura popular. Una de las diferencias entre el resto de las “leyendas” (autoproclamadas o nombradas por los medios) y Lou es, en el sentido más estricto de la palabra, que la obra del neoyorquino ha traspasado generaciones, de boca en boca. Su muerte, provocó un fenómeno en las redes sociales, y me atrevería a decir, que más de la mitad de los que lamentaron su muerte en 140 caracteres o menos, no han escuchado ni la quinta parte de su obra. Lo anterior, en el contexto de la deificación de los fenómenos pop, resulta en un acto reprobable. Nos convertimos en Holden Caulfield, y si los “afectados” por la muerte de Reed sólo conocen “Perfect Day” (porque salió en Trainspotting) o “el disco del plátano” entonces adquieren el mote de posers. (“Phonies” habría corregido el personaje de Salinger).

Sin embargo, ese cinismo, que tanto criticamos todos los “expertos” en cultura popular, fue lo que hizo a Lou Reed convertirse en una leyenda: en un fenómeno multigeneracional. La figura del junkie que experimenta con sexo transgénero, el hombre que abandona su racionalidad por el rock and roll, el suicida de los ojos pintarrajeados, el artista sonoro que llena un disco entero de ruido industrial: Reed fue siempre un embaucador, y la trascendencia de su vida y obra se debe apreciar desde ahí. Del creador capaz de escribir las metáforas más bellas, al visionario que se adelantó unos diez años al movimiento punk, el poeta maldito acompañado de guitarras distorsionadas. Un artista que nunca dejó de provocar, y cuya herramienta constante fue el engaño.

En ese sentido, el lamento poser de su muerte es parte fundamental para poner los puntos sobre las íes en su discurso. No es el medio, es el mensaje. Resulta bello, que el primer álbum en el que participó haya sido un fracaso comercial, con todo y el nombre de Andy Warhol grabado en la portada. Hoy, es una influencia directa o indirecta para cualquier banda de rock que se pare en un escenario. Su éxito más grande sigue sonando en las estaciones de éxitos. “Walk on the Wild Side” habla sobre felaciones de hombres que son mujeres, padrotes y prostitutos; el coro es irresistible, hasta para el republicano más santurrón. Engañó al mundo y lo cambió para siempre. Un fenómeno irrepetible ocurrido hace cuatro décadas, con réplicas perfectamente coherentes.

Una de sus últimas frases lo resume todo: “Sólo hay una profesión que puede cambiar al mundo: esa es el rock and roll de verdad. Creo, desde el fondo de mi corazón —hasta la última célula— que el rock and roll puede cambiarlo todo: ¡Y soy un graduado de la Universidad Warhol! Creo en el poder del punk y hasta el día de hoy, quiero reventarlo.”

Lou Reed envió nuevamente un satélite al espacio. Un satélite que tiene la capacidad de hablarle a millones—no importa si jamás han escuchado los lamentos suicidas del Berlin, o sentido la perfección de “Street Hassle”—porque tiene algo que no se compra ni se trabaja: esencia. Esa, es la que se transmite de generación en generación. La que convierte a los seres humanos en leyendas.

Descansa en paz, Lou Reed. El rock and roll jamás lo hará, y eso es en gran parte tu responsabilidad.