Texto: Andrés Ranz
Si bien es cierto que la música progresiva actual es la excusa perfecta para ofrecer canciones de más de 10 minutos con atmósferas frágilmente definidas, solos de guitarra inexpresivos y largos, uno que otro loop y hasta sampleos extraídos de películas normalmente de culto; también hay que darle crédito a un personaje que lleva ya unos cuantos años en la industria y al menos una decena de discos editados con su banda Porcupine Tree, con la mira siempre puesta en la evolución, y si menciono el término “evolución” es debido a que a un sinfín de “propuestas” actuales les despreocupa el tema del avance sentimental preparando y cocinando todo de manera visceral para agradarle a las masas y tratar de no perder seguidores.
En esta entrega, Steven Wilson (fundador, líder, compositor, productor e ingeniero en audio de esta agrupación) nos denota una nostalgia halagadora y verdaderamente acogedora a la que prácticamente ninguna persona con vivencias entrañables se podría resistir. Pensando en diversos adjetivos, resumiría esta producción como un collage de sentimientos hilados aunque con cierta irregularidad y una no tan lineal composición. (No se trata de elaborar un disco supuestamente conceptual si en realidad las ideas difieren de manera irremediablemente injustificable la una de la otra).
Sin comparación alguna con los trabajos que forjó con su banda a finales de los noventas y principios de siglo, me cuesta trabajo aceptar que pretenda inmiscuirse en territorios ya ocupados por bandas de raíces “metaleras” con las cuales, a través de la admiración por ellas, ha colaborado de una u otra forma (lease como productor, creativo o simplemente como fanático tardío). Citaría como ejemplo la participación con los suecos Opeth, Meshuggah y los israelitas Orphaned Land. Esto como consecuencia nos presenta un producto que pudo haber creado cualquiera de las bandas antes mencionadas con un poco de “ayuda de la pretensión”.
Es cierto que a lo largo de la pieza única de aproximadamente una hora que define el disco 1 (absurdamente fragmentada en 14 pasajes) y lascuatro composiciones del segundo, hay momentos en verdad admirables que gozan de aquella grandeza que definió al músico que fuera nombrado en algún momento y por ciertas lenguas y publicaciones independientes “el Roger Waters de los Noventas”.
Ejemplos de la grandeza los encontramos en la esperanzada “Drawing A Line” y en “Flicker”, contenida en el disco 2, en donde podremos gozar de un compositor entero con armonías de voz simples, magistralmente estructuradas y acompañadas de acordes muy particulares que definieron su sonido desde hace ya unos años.
Mejor Canción: “Time Flies”
Con una duración de casi 12 minutos gozando de un interludio dulcemente alucinante de unos cuatro, Wilson y compañía nos ofrecen una nostálgica reflexión acerca de lo misterioso que suele ser el tiempo, las vivencias y recuerdos que al final nos deja el curso de la vida.