Texto: Marisol Martínez.

La desaparición de los 43 normalistas de la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa es una herida que sigue tan fresca como hace 1460 noches atrás. Por más que hemos tratado de mitigar el dolor y lamer nuestras heridas, no lo hemos logrado, y parece que este calvario es un ciclo del cual uno no tiene permitido salir. Han pasado 4 años desde que el México homicida y violento que tanto nos duele nos embestía una vez más. C0n su pinche corrupción. Con su pinche negligencia, indolencia y cinismo. Con sus autoridades de papel clamando por una supuesta ‘verdad histórica’.

Han sido 4 años de desvelos, preocupación y dolor. 4 años en los que los familiares de los desaparecidos se les fue impuesta una nueva vida. Una en la que ya no hay cantos ni risas, sólo miseria, mentiras históricas y un impresionante desgaste físico y emocional que ha dejado a muchos de ellos con secuelas de salud irreparables. Diabetes, parálisis, asma, enfermedades del corazón. Cuando se llevaron a esos 43 muchachos arriba de aquellos vehículos municipales, también se llevaron una porción de cada uno de nosotros, esa que nos cala hondo cada que se reporta un feminicidio más, cada que se encuentra un trailer refrigerado con cientos de cadáveres sin identidad. Porque a eso nos ha orillado este estado. A quitarle el rostro y la identidad a los más de 30 mil desparecidos en nuestro país (y contando), a olvidar su voz, sus anhelos. A tratarlos como una cifra más.

La indagatorias realizadas por la Procuraduría General de la República han sido poco claras, cuestionadas principalmente por el  Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, respaldados por la Comisión Interdisciplinaria de Derechos Humanos .

La verdad histórica, de la cual el ex Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam tanto se vanagloriaba, aseguraba que una vez detenidos en Iguala (por  ordenes directas de José Luis Abarca, el entonces alcalde de la región) fueron entregados a las autoridades del municipio vecino de Cocula, para después ser ejecutados por la célula delictiva Guerreros Unidos y sus restos calcinados en el basurero de dicha localidad.

Antes de ellos, México ya conocía los horrores que se gestan en lo más profundo de nuestras esferas gubernamentales. En el marco del cuarto aniversario de lo sucedido en la madrugada del 26 de septiembre del 2014 en Iguala, también recordamos las atrocidades cometidas en contra de civiles en Tlatlaya en junio del 2014, en donde el Batallón 102 de la infantería mexicana abatió a tiros a personas que ya se habían rendido. No olvidamos a los 45 indígenas tzotziles asesinados en Acteal, un enfrentamiento ‘entre civiles’ presuntamente auspiciado por el ejército. En la masacre de Tlatelolco, cientos de estudiantes fueron asesinados y perseguidos por fuerzas policiales tras pronunciarse en contra de las vejaciones en contra de la comunidad estudiantil. En junio de 1995, 17 campesinos de la Organización Campesina de la Sierra del Sur fueron asesinados en un retén militar en Aguas Blancas a pesar de que no portaban armas.

Ayotzinapa, Acteal, Tlateloco, Tlatlaya, Aguas Blancas somos todos. Una parte de nuestro miedo constante a ser asesinados, secuestrados, desparecidos, violados, o todas las anteriores recae en el recuerdo incesante de los que sufrieron esa puta suerte antes que nosotros. Es responsabilidad de la sociedad no olvidar lo sucedido, germinar la semilla de todos los que han sido asesinados y no dejar que la llama que exige respeto y justicia se extinga. En México es vital no perder nuestra historia, para poder empezar a cimentar un futuro con mucha menos sangre para las generaciones que nos precederán.

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