Warpaint.

Warpaint.

FotoxDaniel Patlán

Hay un momento, en los conciertos de verdad excepcionales, en el que se puede ver el instante preciso en cual el artista se percata de que lo que está haciendo es un sueño, lo ha logrado: la gente lo ama y amas sus canciones. Ayer, Emily Kokal tuvo este momento. De pronto se detuvo, vio a la audiencia, vibrante y entregada, y sonrió.

El show, aunque breve, creó un recorrido emocional que iba de la alegría, saltos y baile, al placer silencioso. El público, dicen, es la mitad del concierto, y cuando uno va a tantos conciertos como yo, comprueba que esto suele ser verdad. Sin embargo, en el caso de Warpaint, algo aún más extraño sucedió. La audiencia y banda era uno solo. Mitades perfectas e inseparables. Cada canción fue recibida con pasión, gritos y el canto preciso de cada una de sus letras, pero más que eso el público de Warpaint, el mismo que contuvo a un par de desmayadas y aguantó con paciencia el retraso del show, fue capaz de de mostrar el más grande y difícil acto de fanatismo: guardar silencio, contener la emoción y entregarse a la contemplación. Theresa Wayman lo advirtió antes de que sonaran los primeros acordes de “Billie Holiday”: “Vamos a calmar esto, llevarlo muy abajo”, esto –claro está– era el ánimo. La interpretación fue bellísima, y no he de mentir, me sacó una lágrima. Pues hay, también, momentos precisos, cuando uno, como público, se da cuenta de que un gran concierto es un mini milagro, algo irrepetible que sólo tú y un número finito de personas, han compartido. Es sagrado y es tuyo.

El concierto cerró devastadoramente,  “No Way Out”, “Ashes to Ahes” (cover a Bowie) y “Elephant”

FotoxDaniel Patlán FotoxDaniel Patlán FotoxDaniel Patlán FotoxDaniel Patlán FotoxDaniel Patlán FotoxDaniel Patlán FotoxDaniel Patlán FotoxDaniel Patlán FotoxDaniel Patlán FotoxDaniel Patlán FotoxDaniel Patlán FotoxDaniel Patlán FotoxDaniel Patlán
Warpaint.

Warpaint.