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Hay un antes y después de Lou Reed y para recordarlo invitamos a diferentes personajes de la industria musical para que escribieran sobre Lou, su legado y cómo marcó sus vidas. A lo largo de la semana nos despediremos del gran Lou Reed como se debe, celebrando la carrera de un ícono.

Seguimos la serie con un texto de Gonzalo Oliveros, coordinador general de la estación RMX que ha trabajado desde hace más de diez años en la industria mediática mexicana como productor, locutor y articulista.

En 2009 vi por última vez a Lou Reed sobre el escenario. Luego de entrevistar a un Vinny Vanucci arrastrado por el aire caliente de Brandon Flowers, corrí de un extremo al otro de Lolla para ver, en el escenario Budweiser a un hombre que, con 69 años a cuestas, magnetizaba a una audiencia que jugueteaba de forma simple con él. Ironizaba sobre su música y sus relatos hasta en la melodía de ellas. Sabía que, para algunos, era la última vez que lo verían.

Al final, Reed sabía lo que hacía sobre el escenario y abajo de él: un jugueteo perenne con la vida vista desde lo más simple posible. Sólo él podía reducir a un acorde y una construcción sencilla lo sórdido o lo bello. Todo facilidad para Reed. Todo complejo para cualquier otro.

Neoyorquino, Reed era un enigma en movimiento que encontró en John Cale y en la gran Nico el asidero para crear la banda que terminaría por influir a quienes llegaron tarde con los Beatles y los Stones. Velvet Underground era el reflejo de otra cultura distinta a la inglesa y su cinismo en las letras de Reed hicieron que otros voltearan a usarlos como su banda sonora particular.
Reed se despojó del disfraz de rockstar una y otra vez en su vida. No hacía de su travestismo, su bisexualidad y sus adicciones un afiche publicitario como otros contemporáneos. No le importaba. Su interés en relatar esos pasajes oscuros de su vida y sus alrededores lo tenían muy ocupado como para prestar atención en su atuendo. En su impacto hacia esos contemporáneos o en sus escuchas. La fama la podía dejar para Warhol o para Bowie quien, fascinado con lo cochambroso del relato musical de Reed, se asoció para realizar Transformer en 1972. A 41 años de su salida, el disco aún tiene el retrato neoyorquino más honesto en “Walk on the Wild Side”.
Reed usaba su música para exponer su depresión y su autodestrucción. Luego de años de búsqueda incidental o accidental por cómplices, dio un cambio de vida al alejarse del exceso occidental.

Despreciaba la fama. Jugaba, otra vez, con ella. Tanto así que era todo menos complaciente con sus seguidores y su trato era conforme su ánimo.

Fue vocero de la defensa a los derechos humanos, fotógrafo sin concesiones con la vida, siempre un crítico del poder con las herramientas que tuviera a su alcance.

La última vez que lo vi fue en Nueva York, ahora entre la multitud congregada en un concierto. En el escenario estaban los Foo Fighters quienes decían adiós para que Dave Grohl se dedicara a cosas más provechosas que desafinar su guitarra. Reed ni se inmutó: él iba a ver a Neil Young, con quien cantó y coreo su presentación como un asistente más. Simple.

Esperaba verlo en Coachella. El hígado no aguantó décadas de exceso y lo llevó a buscar un repuesto que, al final, sería rechazado por un cuerpo gastado.

Hizo cosas desastrosas como Lulu y joyas que directores como Boyle usarían para rematar escenas clave de la historia del cine. Tuvo sociedad con músicos y artistas que, a su lado, se empequeñecían. Dio la declaración más conocida del rock sobre que tres acordes ya es jazz, declaración que algunos toman ya como lección. Todo con una sencillez que sorprende, aun después de su muerte.

La última foto de su cuenta de Twitter, horas antes de su muerte, refiere a una puerta que, en la parte baja, grafitea sobre el amor; porque si algo tenía Reed era una forma peculiar de ver el amor.

De Reed se quedan sus canciones, sus ideas, sus retratos sonoros y visuales de una realidad que tuvo la pertinencia de mostrar como nadie más ha podido hacerlo en la cultura actual.

Por eso duele su partida. Siempre duele cuando se va alguien que es tan honesto.

Tan honesto y con tanta sencillez que lo hacia simple.

Tan complicado como, ahora, vivir sin él que lo explique.