lasbatallaseneldesierto

La maestra guapa de Español confiaba que entre los desastres emocionales y barros que exprimir, su clase encontraría tiempo suficiente para leer Las Batallas en el Desierto en una semana. Lejos de la ingenuidad, la prisa de la educadora estaba determinada por un accidente de última tecnología: los disquetes de tres pulgadas y media que contenían nuestras tareas de los últimos meses habían sido borrados a causa de “ya ven que luego los rayos solares dañan estas cosas”. Nos la creímos.

Cuando yo iba en secundaria no había un Rincón del Vago tan surtido como el que disfrutan hoy en día tantos holgazanes. No podías arriesgarte a entregar la misma tarea; o sí, pero por alguna razón el torturador de mi grupo no llegaba a ese nivel de descaro (“Torturador”, “Acosador”, “Hostigador”… antes había palabras más apropiadas y latinas para llamar al “Bully”). Mi clase padecía al proveedor de humillaciones más tonto y violento que puedan imaginar: se la pasaba albureando a todo el salón sin entender como funciona el doble sentido, “disparaba con los ojos cerrados”:

Maestra: ¿Cómo se llama el lado mayor del triángulo?
Yo: Hipotenusa.
Acosador: ¡Te sientas!
Salón: (risas)

Algunos compañeros se reían por que creían entender, los demás apoyaban discretamente por miedo a represalias. Nuestra joven y mal lograda versión de Rafael Inclán era también una joven promesa del boxeo amateur en la Agrícola Oriental; desgraciadamente no podía ir a hacer deporte porque estaba castigado por haber usado a algún compañerito para sacar su frustración de no poder salir a ejercitarse… Yo estaba atrapado en ese círculo.

El hostigador me pidió, a su manera, ayuda para la asignación de Español. Al principio me negué, pero después sacó un argumento que involucraba mi cara, el pavimento y su pie, así que le pedí tiempo para reconsiderarlo. Tres segundos antes de sentir sus nudillos contra mi cara le prometí que su tarea estaría lista para el lunes antes de la ceremonia.

Me tomé el resto del viernes para terminar la lectura y el sábado para escribir mi resumen. Mientras caminaba a la papelería por dos floppys Verbatim, pensé en lo mucho que había disfrutado las descripciones de José Emilio Pacheco: nunca había leído nada que le pusiera tanta atención a los detalles de la vida de un chamaco como yo, en esta ciudad, pero en otra época: una con cambios sociales y tecnológicos que se leían prehistóricos junto a mi PC con Windows ME, aunque con un bullying de mayor categoría:

“Chino, chino japonés come caca y no me des”

Me dieron ganas de escribir sobre mis aventuras alguna vez, en el futuro.

El domingo en la noche empecé la tarea que más angustia me daba, era una tradición de estudiante. Mi resumen me había dejado seco, no sabía por donde empezar uno nuevo, pero debía. En aquel entonces no tenía la mala costumbre de terminar mis textos alrededor de las tres de la madrugada, era una persona normal que dormía ocho horas seguidas.

Con mi barbilla recargada en la mesa y mi vista sobre la portada del libro se me ocurrió una de las pocas travesuras registradas en mi pubertad: inventé otra historia. Otras batallas, en otro desierto, en otro tiempo y con otros personajes.

Ojalá hubiera guardado una copia de ese documento: en dos horas desarrollé los personajes, sus arcos, los conflictos y hasta la posibilidad de una secuela, obviamente todo lleno de errores (sobre todo ortográficos). Mis “Batallas en el Desierto” se trataban de dos grupos de bandidos peleando por un tesoro escondido en las dunas de Egipto. Era el borrador de mi primera historia; el origen de mi gusto por escribir; y la síntesis más rara que un alumno de secundaria ha entregado sobre el clásico de José Emilio Pacheco.

La maestra recibió las tareas a tiempo, el “Bully” reprobó español y yo todavía no puedo bostezar sin sentir un poquito de molestia por el puñetazo que me gané en tercero de secundaria. Por aplicar mi ingenio contra el abuso.

Qué cosa más sorprendente es un libro. Es un objeto plano, hecho de un árbol, con partes flexibles en las que están impresos montones de curiosos garabatos. Pero, cuando se empieza a leer, se entra en la mente de otra persona; tal vez de alguien que ha muerto hace miles de años. A través del Tiempo, un autor habla clara y silenciosamente dirigiéndose a nosotros y entrando en nuestra mente. La escritura es, tal vez, el más grande de los inventos humanos. Une a personas que no se conocen entre sí. Personajes de libros de épocas lejanas rompen la cadena del Tiempo. Un libro es la prueba de que los hombres son capaces de hacer que la magia funcione.– Carl Sagan

Descanse en paz el autor original de “Las Batallas en el Desierto”.