Reflexión por Erich E. Mendoza
Tienes 17 años, estás rodeado de tus amigos, cascos de cervezas, cajetillas de cigarros y algunos platos a medio comer con papas y botanas de relleno en una mesa que se supone, tenían que cuidar y ya está llena de colillas, manchas y rayones.
Miras a tus amigos a la cara, sientes que hay un futuro. Algunos son medio lentos para la escuela; otros, son unos genios pero definitivamente no te pintan mucho futuro. Tú vas bien, o no vas mal, que ya es ganancia. Tienes tus rollos, sí, pero a esa edad, sientes que hay un mañana.
De pronto ya pasaron los años…
Tienes más de 20 años (quizás todavía más que eso). ¿Dónde quedaron esos sueños?
Hoy regresas a tu casa con los tenis de mil batallas que medio dan el gatazo de ser “formales”, pero al mismo tiempo te mantienen cómodo y te hacen sentir “no tan Godínez”.
Hoy tienes uno o dos proyectos; sobrevives de freelanceos y una que otra chamba estable.
Hoy, tienes dinero para comprarte unas chelas y la autonomía para drogarte en la sala de tu casa (con otros 4 roomies). Pero ya no hay sueños. O al menos no tantos.
Y entonces te hartas. Te cansas de todo.
Que chingue a su madre tener bajones existenciales en plena semana y por eso, decides organizar una fiesta.
Y sí, puede que ya no tengas los mismos sueños. Puede que no trabajes de aquello que pasaste 4 años de tu vida estudiando, y que tus papás a duras penas quieran mencionarte en reuniones o comidas familiares.
A ver, sí, fallamos. Perdimos. Estrictamente no somos el orgullo que prometimos ser de jóvenes.
¡¿Pero y qué chingados?! Hoy te das cuenta al calor de las luces y la fiesta; de las colillas y el humo; el olor a mariguana mezclado con tabaco y el perfume de tus amigas:
Que estamos vivos y eso lo es todo.
Porque terminar una carrera, conseguir un “buen trabajo”, hacer un montón de dinero y vivir en una casa con alberca, no vale nada comparado al hecho de que hemos sobrevivido al paso de los años y que ningún cheque jamás, te va a poder dar en dinero el valor que tener a tus seres queridos, esos que te han visto arriba, abajo, en medio y en todas tus nefastas y bellas transformaciones, siempre va a tener.
Cabrón, estamos vivos…
¡Qué incomparable regalo! Pero, ¿sabes? Al chile yo ya no quiero seguir vivo si vivir va a ser lamentar mis fracasos pasados; porque si vivir significa cerrar los ojos en la cama y recordar aquel proyecto en que fallé, aquella persona a la que lastimé o aquella oportunidad que desaproveché, pues entonces, ¿para qué carajos quiero seguir vivo?
Tómalo todo. Envuélvelo en un papel. Amárralo a un cohete. Tenlo bien apretadito y préndele fuego. Esa basura necesita irse ya.
“La nueva despedida” es, sin lugar a dudas, uno de los trabajos más profundos y significativos que he escuchado de Polo Vega en los 6 años que tengo de conocerle.
La “nueva” despedida, es en efecto una despedida a todo ese dolor, esas dudas, ese peso muerto que cargamos en la espalda y que se convierte en vendas que nos impide ver lo verdaderamente importante; lo verdaderamente valioso.
La vida no está en las redes; la vida no está en Instagram. Tus amigos no están en Facebook y tu opinión no se define a partir de unos tweets.
La realidad, la vida; lo que se toca y se siente; lo que se huele y percibe. Los momentos que se saborean, los momentos que te abrazan. Esas son las cosas reales.
La vida no se acaba por los momentos difíciles y mucho menos debemos despedirnos de ella de una manera tradicional sólo por eso.
Ahí nace “La nueva despedida”.
Un adiós a lo banal a través del ojo de Cynthia Blanco quien nos demuestra a través de su genialidad y talento, que lo sincero y puro, es suficiente para ofrecernos un audiovisual de calidad.
Wey, al carajo todo. Estamos vivo. Adiós a lo que fue, hola a lo que vendrá. Y si lo que viene está cargado de ritmos dembow deconstruidos en secuencias electrónicas…
Bienvenido sea.