Andrew Bird

Andrew Bird

Texto: @diegoyellobo

“I like finding musicians who, like myself, have come from their own universe, and you are like: ‘Wow! how does this person even exist?’ and then you are so glad that they do exist, because increasingly, things start to look the same, and sound the same”

– Andrew Bird

Por razones de época y circunstancias, a Andrew Bird le ha tocado ser visto como un artista indie. Con frecuencia aparece en medio del desfile de bandas que año tras año se alternan para tocar en los mismos festivales alrededor del mundo, y no es percibido como nada más que un acto interesante y tranquilo para la tarde. Otro nombre en el cartel, quizás con el mismo tamaño de tipografía de Hot Chip, y dos o tres filas debajo de, digamos, Phoenix. Así funciona.

No es que esté mal que toque en Coachella o en Bonnaroo, seguramente que en ninguna otra escena musical tendría el mismo éxito económico, ni hablemos de exposición. Tampoco espero (más allá de lo ridículo que me parece que Phoenix sea headliner) que de pronto se reformulen las jerarquías en una industria que lo que busca, a fin de cuentas, es vender. Tan sólo que a veces me sorprende la cantidad de talento que puede pasar desapercibido. Cuántos de los procesos mentales y emocionales por los que pasa un artista, se quedan perdidos a la mitad del mensaje. Me explico:

Andrew Bird agarró su primer violín cuando tenía cuatro años. Musicalmente, creció en las aulas del método Suzuki, rodeado por ese mito del niño prodigio que puede tocar Tchaikovsky con una sinfonía desde los seis. Y aprendió temprano que en la vieja discusión de genialidad contra práctica, la primera no es más que una ilusión provocada por la segunda. Ahí comenzó una relación con la música clásica llena de amor y descontento que continúa hasta hoy en día.

La enseñanza tradicional está llena de formalidades y estructuras que dictan un único camino de cómo deben ser las cosas. Es prácticamente un manual sobre el que todo músico trabaja hacia el mismo ideal de perfección y orden. Basta decir que durante esos años, nuestro pequeño estudiante, absorbió como esponja una infinidad de conceptos musicales que sin darse cuenta se quedarían adentro para influenciar todo lo que vendría después.

Jazz, folk, blues, swing, rock, una voz, y el incontenible deseo de mandar todas las reglas a cagar para crear algo propio encima. Andrew se graduó de violinista por la Universidad Northwestern hace diecisiete años, y no ha vuelto a leer una partitura desde entonces.

Existe una noción muy común de que la música es como las matemáticas: Lógica y con fórmulas. Bird ha escuchado esa idea más veces que nadie, pero lleva toda su carrera demostrando lo contrario. Para él es un universo asimétrico, disparejo, inclinado, amorfo y cayéndose todo el tiempo. Lo brillante es cómo sabe aprovechar la belleza de lo clásico y utilizarla cuando la necesita para entregar algo específico que tiene en mente. Los recursos están ahí. Pum. Como un mago sacando un conejo del sombrero.

Puede empezar a armar una base de canción que de inicio suena a rock básico, y de repente soltar una melodía que parece estar prestada de una obra de Debussy o de Ravel, o de cuando tocaban los dos juntos. Le sale de adentro, por los poros, está en él aunque no quiera tener nada que ver con esa cultura. Y él te podría explicar que simplemente no le gustan los convencionalismos de la música clásica, pero existe algo mucho más profundo en ese rompimiento:

Tiene que ver con una manera distinta de sentir y percibir la música. Al estudiar y avanzar sobre las profundidades del clasicismo logró amaestrar los tiempos, las claves y las escalas, pero en su interior los conceptos de belleza y naturaleza se fueron abstrayendo poco a poco. Cuando éstos cambian, modifican todo lo anterior.

La música clásica está hecha de manera que puedas tomar una partitura y con tocar las notas correctas suene bien; mientras más fiel seas a todas las indicaciones, mejor sonará. Por el contrario, para Andrew Bird el trabajar sin una tradición detrás significa que las notas se vuelven susceptibles a su estado de mente y nace una especie de fantasma que habita la canción. Un día puede estar presente y al siguiente no, aunque los dedos estén en el mismo lugar. Se trata de un cambio en el que lo subjetivo reemplaza a lo objetivo, una vez que éste último fue estudiado y dominado. Un rompimiento que tan solo fue posible por el profundo entendimiento que tiene de aquello contra lo que se rebeló.

Me gusta pensar que si tocara una de sus canciones como examen en el conservatorio, lo reprobarían seguro. Y el maestro, con esa mirada característica del conservador que se siente amenazado, lo correría de su salón. Intranquilo por la cantidad de cosas que lo hizo sentir un destiempo. Desconcertado por el hoyo en el estómago que le dejo un silencio sin sentido. Ardido por la melodía de violín, tan familiar y tan extraña, que le partió el alma en veinte y que él nunca jamás pudo haber acomodado de esa manera… Tan libre.

Andrew Bird es una isla. Una tierra aparte del resto donde las notas son tan fértiles y elásticas que una canción nunca se repite dos veces. Flota en el mar de los géneros sin reglas, escenas ni fórmulas, rodeado por los océanos del folk… azotado por olas de jazz… y abierto a las brisas étnicas que llegan de lugares lejanos, siempre bienvenidas para erosionar más y más las piedras de la clásica.

* Escrito a partir de dos entrevistas realizadas para Ibero 90.9 en las visitas previas de Andrew Bird a la Ciudad de México en 2008 y 2011.