Bruce Springsteen en el Palacio de los Deportes (Foto cortesía de OCESA / José Jorge Carreón)

Texto: @esteban_is

Una de las constantes discusiones en torno a Bruce Springsteen es sobre si se puede separar la música del activismo, si escucharlo representa necesariamente una posición política. Springsteen apoyó a Obama en sus dos campañas presidenciales y sus canciones narran las historias de la clase obrera, de aquellos que luchan por su American Dream. “We Take Care of Our Own”, sencillo más reciente, es un recuerdo de que los ricos, los demás, no nos ayudarán a “nosotros” (¿Los no privilegiados? ¿El 99% de Occupy Wall Street?), quienes tenemos que unirnos ante la adversidad (algo casi socialista en una sociedad como la estadounidense, completamente individualista).

Sin embargo, esa discusión se vuelve intrascendente cuando se ve a Springsteen en vivo, porque uno se da cuenta de algo más importante: “The Boss”, inseparable de la política, es también inseparable de la historia musical moderna. Escucharlo es experimentar las costuras y el contenido central de la música los últimos 60 años. El hombre es Historia (sí, con h mayúscula).

Esto quedó demostrado durante tres horas ininterrumpidas el día de ayer en el Palacio de los Deportes, cuando Bruce Springsteen & the E Street Band recorrieron toda la gama de géneros de más de medio siglo. Cada canción los transformó en un grupo distinto, en un momento particular.

“Hungry Heart” es una canción que pudo haber sido escrita en los cincuenta, si el grupo se llamara “Bruce and the Springsteens”. Piano, un crooner y pantalones pegados, como los que portaba El Jefe.

“The E Street Shuffle” pasa por el Nuevo Orleans de los grandes alientos. De repente uno escucha a un “Bruce Springsteen and his Big Brass Band”. Los 16 (17 con Bruce) músicos se mueven al unísono, y los pies del público hacen lo propio. También piensa uno en James Brown, sobre todo porque el efervescente Boss no se detiene un sólo segundo durante toda la presentación. Cuando parece que va a colapsar, revive y muestra la fuerza de sus piernas al hacer abdominales con el stand del micrófono como base.

“Spirit in the Night” es gospel puro. Es “The Bruce Springsteen Choir”. Los instrumentos desaparecen, las armonías levantan, y el mensaje espiritual de Springsteen (más presente en tiempos recientes) se vuelve el centro del concierto. Springsteen pide recordar a “los espíritus” que nos acompañan y exige silencio total. Lo hay por unos instantes, hasta que alguien en la sección D26 se toma muy literal el asunto y grita “¡Viva Cristo Rey!”.

“Waitin’ on a Sunny Day” es el centro y el sur de Estados Unidos, con las guitarras slide y la idea de que las cosas mejorarán pronto. Es el trayecto obligado a las raíces country.

“The Rising”, “My City of Ruins”, y sobre todo “Wrecking Ball”, sus himnos posteriores al 11 de septiembre de 2001, son la inspiración de la cual provienen (o plagian) The Killers a partir de su segundo disco.

Y todas las canciones del encore, los grandes éxitos del grupo (y una versión de “Santa Claus is Coming to Town”, de paso), son un tributo a la banda misma, que lleva en pie más de cuatro décadas. Se recuerda a Clarence Clemons, prodigioso saxofonista y compañero inseparable de Springsteen, quien murió en 2011. Clemons es remplazado por su sobrino Jake, cuya habilidad reluce cuando lucha con el difícil solo de “Born to Run”.

Uno recuerda muchas cosas durante esas últimas cinco canciones, pero algo por encima de lo demás: la política, el activismo y la historia que envuelven a Springsteen y compañía son eso, envolturas de lo fundamental, la música.