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Hay un antes y después de Lou Reed y para recordarlo invitamos a diferentes personajes de la industria musical para que escribieran sobre Lou, su legado y cómo marcó sus vidas. A lo largo de la semana nos despediremos del gran Lou Reed como se debe, celebrando la carrera de un ícono.

Seguimos la serie con un texto de Ramón Carazo. Ramón es escritor publicitario, aficionado a leer periódicos viejos y ponerse de pechito. Tiene opiniones como todo el mundo.

Primero que nada, guardar silencio. Como tantos otros, el ritual del minuto está devaluado. Quizás porque pocas y contadas son las ocasiones en que podemos reflexionar sobre el silencio en el estado de las cosas en el que se encuentra el mundo en el que vivimos. La cosa es tal que ni siquiera es necesario explicar por qué. Todo el día, todo el tiempo, estamos rodeados de algo que no alcanza siquiera a llamarse ruido. Lo más cercano sería “murmullo”, pero la connotación es demasiado romántica. Quizás lo mejor sería describirlo: como estar hundido hasta la mitad de la oreja en una sucia piscina, desnudo excepto por un traje de baño fabricado por Inditex y condenado a escuchar opiniones acerca del cambio climático. Una nata infértil y mediana, sin asomo de ofensa ni incomodidad.

Hoy, sin embargo, la ocasión obliga a reflexionar sobre el silencio. Ese silencio que -se decía- era la peor parte de entrevistar a Lou Reed. La violencia de no contestar o de hacerlo con una mueca. Del poder de no tener nada que decir y echarlo en cara de quien demanda una palabra. Yo me voy a acordar siempre de sus peleas con Lester Bangs -quizás el único tipo que entendió su ostracismo rodeado de lambiscones, drogadictos, groupies y demás escoria- y del Metal Machine Music. Si aceptamos por un momento que una de las maneras de medir a un hombre es por lo que lo rebasa, Metal Machine Music seguramente es lo que San Pedro está escuchando en estos momentos.

El cogollo de la hechura del disco es sencilla y bastante conocida. Básicamente, Reed tiene una obligación contractual con RCA que le da flojera cumplir, entonces graba sesenta y cuatro minutos con once segundos de feedback y efectos de guitarra para picarle la punta del pito con una aguja a los ejecutivos de la disquera y público en general. Sus apoderados le devuelven la mentada de madre a Reed poniendo una foto de él con chamarra de piel, lentes oscuros y un ridículo cabello decolorado en la portada, con textura de metal de fondo. El disco termina volviéndose un clásico, imagino que muy a pesar de su autor.

Hasta donde se sabe, Reed dijo muy poco en público acerca del disco. Quizás porque una broma que se explica pierde su cualidad de broma, quizás porque entendió muy pronto que lo que acababa de hacer era muy importante o porque en el fondo despreciaba su propio berrinche. Quizás por una mezcla de todo eso. A mí me gusta pensar que guardó silencio porque comprendió que acababa de acariciarle los cojones a Dios sin querer.

En otras palabras, que con un disco grabado por joder había logrado lo que una discografía entera de un sinfín de bandas más populares y mediocres soñaban: una manera de hablar del silencio encontrando su absoluto contrario. De broma. Medio por accidente. Siendo un pedazo de imbécil prepotente, petulante y drogadicto. Un montón de ruido que suena a la Vírgen María acunando a su retoño, a una flatulencia en medio del jet de lujo a Panamá, una cajita bien llena de dinero que nadie va a cobrar porque la culpa es un sentimiento que se va expandiendo de acuerdo a quien lo carga. Porque Dios suena a ruido, a materia prima y a error. A todo lo que no hemos dicho pero deberíamos, al amparo de una luna de mierda, tomando vino de consagrar.

Que haya suerte y que Dios reparta cornadas, Lou.