¿Un disco nuevo de Black Sabbath? Pareciera una broma más, cortesía de Sharon Osbourne Inc. ¿Para qué? Suficiente hicieron y deshicieron con el nombre, sus reuniones, pleitos legales y reality shows. Además, ni siquiera está Bill Ward en la alineación. Así como no es Black Sabbath sin Ozzy, tampoco sería justo utilizar el nombre si el baterista original -ese que no se acuerda de las grabaciones del Vol. 4 por el estadazo en el que estaba- falta. Cualquiera que haya visto a Ozzy posterior a la gira del Ozzmosis, incluída la reunión de Sabbath en el 97, (y documentada en un álbum doble grabado en su natal Birmingham) sabe que el señor tiene serios problemas para cantar en tono y recordar las letras (utiliza un teleprompter, como acordeón). Entonces, ¿para qué un nuevo disco de la banda? ¿Vale la pena escucharlo? Es como asomarte al ataúd de un familiar muy querido el día de su funeral. Tal vez esa sea la imagen con la que te vas a quedar el resto de tus días.

Pero es Black Sabbath, presentando un disco nuevo, con letras compuestas por Geezer Butler. Vale la pena.

Y comenzó a valer la pena desde hace un par de meses, cuando soltaron el primer sencillo, “God is Dead”, una emocionante pieza de Sabbath clásico. Con riffs poderosos, con un groove entrañable y cambios de ritmo sorprendentes. Las letras, ejecutadas a la perfección por un Ozzy ultra-filtrado y energético. El bajo, como en los viejos tiempos: suena, vibra, tiene vida propia. Es música que se siente, y que tiene entrañas. Es divertida, es cochina, es sacrílega. Es como comer alitas de pollo. (Y de murciélago.)

Volteando atrás en la discografía de Sabbath (por acá publiqué un artículo hace unas semanas sobre una teoría basada en cada disco de la banda), el flamante (literal) 13 es una grata sorpresa. ¡Es Black Sabbath (sin Bill Ward) tributando a Black Sabbath! Hasta Brad Wilk (Rage Against The Machine) emula los redobles y platillazos del baterista original. Canción por canción, podemos escuchar un tributo de los padres del metal a los que alguna vez imaginaron un universo de guitarras distorsionadas, solos de blues psicodélico e imágenes espeluznantes. “End of the Beginning”, la abridora, tiene el mismo tratamiento que la primera canción del primer disco, la seminal “Black Sabbath”. Atmósferas lúgubres, el sentimiento de «ay cabrón, algo malvado está por aparecer» y de pronto: la fiesta con Lucifer. Las primeras dos líneas confirman la teoría: «¿Es el principio del fin o el fin del principio?» Si hay una banda con la licencia absoluta para autorreferenciarse, esa es Black Sabbath. (Y tal vez, Kiss.)

Al llegar al track 4, nos encontramos con esa bella costumbre sabbathiana, de botar los tambores diabólicos, cambiar las liras por guitarras acústicas y hacer baladas memorables. Después de “Planet Caravan”, “Zeitgeist” es probablemente, la mejor lograda en la historia de la banda. Sigue la misma fórmula y tiene el mismo impulso que hizo a Black Sabbath una religión. «El amor que siento, mientras viajo infinitamente a través del espacio // Perdido en el tiempo, me pregunto si algún día encontrarán mi barco», gruñe Ozzy, con una sensibilidad que parecía perdida hace muchos, muchos años. La canción se despide cuando cae la noche, y Iommi nos sumerge en los mares perdidos de un planeta lejano. Estamos con ellos, décadas después, y todos somos bienvenidos. Los seguidores más experimentados no pueden evitar sonreír, los más jóvenes corren a buscar lo que existe (además de “Paranoid”) en ese planeta llamado Black Sabbath.

No todo el álbum triunfa de la misma forma. De hecho, hay momentos en donde parece un aburrido álbum solista de Ozzy. No redondea la fórmula, no evoca nuevas ni viejas imágenes. Canciones extensas y cansadas como “Age of Reason” o “Damaged Soul” recuerdan esos vomitivos tracks inéditos que salieron de pilón en el Reunion. Y es que, hay una línea que toda banda que se reúne no debe cruzar: la de la experimentación. Las reuniones están pensadas para evocar (y lucrar con) la nostalgia, para recordar mejores épocas, para jugar con el tiempo y de pronto volver a tener 16, o 25, o en mi caso específico con Sabbath, para ver el mundo desde antes de que nacieras.

«No quiero vivir por siempre, pero tampoco quiero morir» es el coro de “Live Forever”. El 13 en su episodio más acertado y puntual. Es la verdad absoluta para una banda que es imposible de matar, de odiar, de olvidar. Dicen los más experimentados en esto de la vida, que la importancia de cerrar ciclos es mucho más grande de lo que imaginamos. Black Sabbath cierra un ciclo, mata -por fin- a los fantasmas del pasado. Ensobrecidos, millonarios, mutilados y sí: diabólicos, pesados, divertidos, blasfemos, pachecos e impredecibles. Black Sabbath volvió a hacer un disco de Black Sabbath. Se dieron el lugar que miles de bandas reunidas por motivos económicos quisieran: una despedida digna. Un círculo que se hace evidente al escuchar los últimos minutos del álbum, con la misma lluvia y la misma campana que estremeció hace 43 años a toda una generación, y que sigue (y seguirá) resonando en todas y cada una de las bandas que quieran tocar algo -lo que sea- que suene pesado.