Lo que más me gusta de Beck es que parece ser un músico verdaderamente impredecible. Un día puede ser el Beck sarcástico interpretando canciones de rock lo-fi y al día siguiente puede ser el Beck que experimenta con la tropicália y el funk. Basta con ver su 2013: a principios de año estaba reinterpretando un clásico de David Bowie con una orquesta, después se fue a Nashville a grabar en los estudios de Jack White, estrenó varios sencillos con tintes electrónicos y llevó su álbum de partituras a la realidad con una serie de conciertos en los que tocó con todos, desde Jarvis Cocker hasta Juanes.

¿Su siguiente movimiento? Arrancar 2014 con un álbum radicalmente diferente, uno que su disquera ha insistido hasta el cansancio en nombrar como la secuela de su aclamado Sea Change de 2002. La verdad es que Morning Phase, el primer disco en forma de Beck desde 2008, sí comparte muchas cosas con Sea Change pero es un error asumir que es la segunda parte del álbum.

Morning Phase es una obra completamente diferente que muestra otra cara de la misma situación. También habla sobre la soledad, sobre la tristeza y lo que parece ser una relación perdida pero, a diferencia de Sea Change, lo hace desde un punto de vista más positivo, uno en el que se recuerda la relación con cariño y hasta cierto agradecimiento de haberlo vivido. Aquí no hay causas perdidas, solo experiencias vividas.

El álbum es agridulce y canciones como “Unforgiven” capturan la tristeza de algo que ya no está, mientras que la primera canción (“Morning”), tiene una calidez que se siente como ese último suspiro antes de aceptar lo sucedido y seguir adelante. Las dos partes encuentran su clímax en el sencillo “Blue Moon”, una letra devastadora sobre la soledad que es acompañada por la calidez musical presente en el resto del LP, como dos fuerzas que chocan para abrir el camino para algo nuevo.

Musicalmente hablando, Morning Phase es un disco que parece haber sido creado siguiendo la tradición de los músicos folk de los setenta. Hay Neil Young y Nick Drake en la venas del álbum y canciones como “Don’t Let It Go” y “Blackbird Chain” giran en torno a Beck y su guitarra acústica. A pesar de que eso es la fuerza principal del álbum, parece que cada canción debe de ser escuchada tres o cuatro veces para verdaderamente entrar la complejidad de las (sencillas pero múltiples) capas sonoras que las conforman.

Entre esas capas están la armónica de “Country Down”, los arreglos de “Phase” y “Cycle” o el final de “Blue Moon”. “Wave” reúne la nostálgica voz de Beck con una orquesta para crear una canción que suena poderosa, tanto que podría ser el clímax del soundtrack de alguna película de época. “Waking Light”, encargada de cerrar el disco, comienza como una versión moderna de “Landslide” de Fleetwood Mac pero conforme va avanzando se agregan coros distantes, una sección de cuerdas y finalmente toda una orquesta que musicalmente simula un amanecer, el final de la mañana que aparece como símbolo en todo el álbum.

Beck regresó después de años y lo hizo con uno de los mejores álbumes de su carrera. Un disco que con paz, guitarras acústicas, calidez, una orquesta y un toque agridulce nos recuerda que lo más importante en cada historia es el viaje y no el destino.