Cristian Castro.

Cristian Castro.

En México, de unos años para acá, el rock ha sucumbido ante un perturbador fenómeno; el del rock-chiste. De Genitallica a Moderatto y con decenas de paradas en medio, en algún punto hacer música “chistosa” se volvió algo válido y redituable y (si bien lo anterior no asegura que todo lo creado con esa cualidad sea malo) la creación de La Esfinge –proyecto rock de Cristian Castro perdón, de  Lüg Draculea, su oscuro alter ego– se antoja como el aterrador clímax de esta tendencia. Su presentación en el Vive Latino, fue una broma, la participación del cantante de “Azul” en el nuevo video de Genitallica, también lo es. Muy bien, es gracioso, lo entendemos. Cristian Castro en drag es gracioso. Pero el pasado 15 de mayo, cuando se llevó a cabo la primera presentación en vivo y solitario de esta banda en El Plaza Condesa, se volvió evidente que es momento de parar, hemos contado el chiste demasiadas veces y no, ya no hace gracia.

La noche comenzó con la llegada de más invitados que público. Las afueras del venue estaban casi desoladas, y un par de revendedores mostraban tristes miradas, sin duda el resultado de la poca demanda que La Esfinge provocaba. En el interior, minutos antes de que comenzará el show, el lugar estaba a casi un tercio de su capacidad, y el ambiente era todo menos “rockero”. Unos minutos después de la hora anunciada, Cristian salió al escenario con una especie de tocado digno de una estrella glam venida a menos que guardó sus atavíos para algún día lluvioso. Una playera negra sin mangas y pantalones de piel completaban el look de estrella de rock decadente.

Sonaba la marcha fúnebre –muy preciso si consideramos que su disco se llama La marcha de la muerte, y que ésa noche moría el rock nacional– mientras el resto de la banda, conformada por César López “El Vampiro”, Luis Quintero y Alexei Torres, tomaban el escenario, cada uno de ellos con el pelo ligeramente más largo que el anterior. “Purgatorio” fue la primera canción y probada de lo que seguiría; una actuación equiparable con la de una banda de covers en un bar de Coapa, y si nos queremos poner técnicos, La Esfinge no sonaba mal, los músicos que acompañan a Castro mostraban oficio, cosa que él aún no está en capacidad de hacer, pues su habilidad como guitarrista se encuentra a un nivel muy básico, nivel clases Yamaha de guitarra 1, por ejemplo.

Al terminar el show, aún cuestionándome si mi interpretación del concierto era demasiado subjetiva, si estaba siendo demasiado dura con Cristian y compañía (al final, ¿que no ellos, como todos, tienen derecho a hacer una banda y llamarle rock?), me encontré con un amigo que tuvo a bien apuntar que La Esfinge no sonaba tan distinto a las demás bandas de metal/rock que existen en nuestro país, afirmación que me pareció triste en todos los niveles.

Me fui con una sensación extraña, parecida (supongo) a la que muchos de los asistentes tuvieron (vale señalar que el público era mitad invitados de la disquera y Cristian, un cuarto de prensa morbosa, en la que me incluyo, y un cuarto más de fans morbosos). Algo estaba mal, no había sido ni gracioso o entretenido, era preocupante.

Este concierto, con toda la producción, luces, escenarios y cámaras de televisión, validaba algo indefendible, que la música no necesita ser buena o mala, disfrutable o no, sólo necesita “llamar la atención”. Esto lo sabe bien Cristian, sabe que es una broma y espera que todos nos riamos con él. Pero ya no es gracioso, y como dijeron los vendedores ambulantes a la entrada del concierto: “Es momento de irnos, ya no hay nada que sacar de aquí”.

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